martes, noviembre 29, 2005

El ermitaño

En mi imaginario, el ermitaño es un ser legendario que se remonta a los albores del cristianismo o la Edad Media. Un asceta riguroso que se recluía en el desierto -la palabra proviene del griego eremos: desierto, yermo- o en las montañas para alejarse del infernal barullo de las ciudades y los pueblos, llenas del ajetreo creciente de los humanos y sus carros, y de las ominipresentes tentaciones sexuales, siempres perturbadoras para la tranquilidad del espíritu. O tal vez un monje piadoso junto con los seguidores que imitaban su vocación austera, relacionados con la lejana fundación de un monasterio. O al menos esa era la imagen mítica y arcaica que se me formaba antes de toparme este domingo por casualidad con un ermitaño del siglo XXI.

Paseando por la sierra de Sant Llorenç del Munt, una fortaleza natural defendida por riscos y cortados en todas sus vertientes, apareció a cincuenta metros sobre el camino una especie de campamento. Una roca extraplomada protegía, al resguardo de las precipitaciones, unos cuantos enseres empaquetados en bidones y bolsas de plástico, así como leña apilada. Picado por la curiosidad, subí la distancia que me separaba de aquella aparición y hallé detrás de la roca la entrada de una cueva que hacía la función de refugio, posiblemente de pastores. Razonablemente acondicionada a escala humana, estaba provista incluso de chimenea y por el humo no había duda de que habitada. Confirmé este extremo, acercándome a la entrada sin demasiados miramientos hacia la privacidad del lugar. Un individuo de barba poblada, descuidada y mirada asilvestrada, con aspecto de Robinsón Crusoe, ocupaba el escaso espacio de la hoquedad, combatiendo al calor del fuego la ola de frío de este fin de semana.

- Buenos días

- Humm

- ¿Vive usted aquí?

- Sí

- Vaya lugar más solitario para vivir

- Hummm

Como el ermitaño no parecía dispuesto a ofrecer nada más que monosílabos y gruñidos, empezó a incomodarme una cierta sensación de intrusión. Nadie se va a vivir a una cueva solitaria -a una hora de camino del lugar más cercano accesible con vehículo- por el alto precio de la vivienda, sino seguramente por ser la clase de persona a la que no le apetece que venga un extraño a dar palique. Entendí así la conveniencia de ir cerrando esta animada charla que se estaba prolongando demasiado.

- Bueno, me voy a continuar con el paseo

- Hummm, adios.

Devolví su soledad a este anacoreta del siglo XXI, no sin que la parte de misántropo que llevo dentro envidiase una morada en marco tan magnífico, con cientos de hectáreas de bosque en la misma puerta y su bien ganada tranquilidad, sin vecinos molestos ni ruido de tráfico. Una perfecta casa de campo, a la que sólo le faltaría una ermitaña con la que compartir más cálidas las largas y frías noches del invierno en la montaña.

1 Comments:

Blogger Marcela Mendoza R. said...

Mientras exista la bulla existirá quien se corra de ella.

me encantó el relato.

4:51 p. m.  

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